viernes, 11 de septiembre de 2009

Acrobacias, canciones y alienación

Rafael Ferro, Juan Carlos Puppo, Alejandro Paker, Maxi Ghione y Muriel Santa Ana, vidas detrás del gran salón

Buen ritmo y gran despliegue físico en La cocina, obra que dirige Alicia Zanca

La cocina
. De: A. Wesker. Dirección: Alicia Zanca. Con: Guillermo Forchino, Marcelo Xicarts, Liliana Parafioriti, Deborah Turza, Marisa Vernik, Marcelo Savignone, Rafael Ferro, Leonardo Saggese, Leticia Mazur, Claudia Rocha, Hernán Peña, Muriel Santa Ana, Alejandro Paker, Rodolfo Prantte, Maxi Ghione, Miguel Jordán, Nicolás Bolívar, Juan Carlos Puppo y Edgardo Martín. Música: Martín Bianchedi. Diseño acrobático: Hernán Peña. Coreografía: Carlos Casella. Arreglos musicales: Gerardo Gardelín. Iluminación: Gonzalo Córdova. Escenografía y vestuario: Graciela Galán. Teatro Regio. Duración: 100 minutos.

Nuestra opinión: buena

La cocina es una de esas obras que con sólo leerla se percibe su complejidad para el montaje. Porque es un texto coral en el sentido más literal del término. Diecinueve personajes de los cuales dieciocho se disputan el protagonismo para que finalmente no lo obtenga ninguno. Porque incluso lo que puede entenderse como la pareja protagónica, Pedro y Mónica, lo son desde una lectura acotada. En realidad lo que sucede es que cada uno adquiere identidad no por su propio desempeño sino en términos antagónicos con quien tenga al lado.

Y es este el motivo por el que puede ser pensado hoy el modo en el que su autor, el británico Wesker, la pensó. Porque en infinidad de oportunidades ha planteado que así como para Shakespeare el mundo era un escenario, para él era una cocina. Y lo dijo porque aquí un grupo heterogéneo de individuos convive durante varias horas en un espacio acotado, simulando conocerse cuando en realidad, por el ritmo con el que trabajan, apenas pueden intercambiar opiniones. Visto desde allí, podría decirse que La cocina es un texto que tiene por función representar una mirada crítica a la alienación en el mundo laboral. Habitan un espacio que desprecian, pero del que dependen por condicionamientos de clase. Y el único que puede correrse y verse es el que acabará desterrado.

La puesta en escena de Zanca sigue muy de cerca las indicaciones de Wesker, lo que se convierte en un problema, ya que cuando él jugaba con una estructura disruptiva de la trama lo hacía en relación con un contexto estético que no es el actual. Hoy por hoy la presencia de coreografías, acrobacias y canciones forman parte de la norma teatral porteña. Por lo tanto, algo que en su contexto original reforzaba el costado crítico y político del texto, hoy lo aplana. Sí hay que señalar, en sentido opuesto, que esa misma decisión colaboró en darle un ritmo más que interesante a la versión, y que fue claramente entendida por los actores quienes en forma muy pareja llevan a cabo un despliegue físico importante. La escenografía se adapta perfectamente a las necesidades coreográficas y acrobáticas al tiempo que aporta belleza, pero no parece ayudar demasiado con la expansión de las voces de los actores, a los que por momentos cuesta escuchar. Se luce Juan Carlos Puppo, quien supo darle majestuosidad a un personaje pequeño pero al que, con su oficio, lo enaltece.

Federico Irazábal

Fuente: La Nación

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