lunes, 21 de septiembre de 2009

Cacace interviene la poética de Discépolo

Miguel Sorrentino, en la piel de El Lobo, y Julieta Abriola, como Luly

Sangra, nuevas Babilonias. Texto y dirección: Guillermo Cacace. Intérpretes: Julieta Abriola, Sol María Cintas, Julieta De Simone, Andrés Molina y Miguel Sorrentino. Música original: Patricia Casares. Escenografía y vestuario: Lala Celeznoff. Diseño de lunes: Pehuen Stordeur. Asistencia de dirección: Ruth Palleja y Facundo García DuPont. Apacheta Sala Estudio, Pasco 623; 4941-5669. Viernes, a las 21. Duración: 50 minutos.
Nuestra opinión: buena

Después de Stéfano , el director y dramaturgo Guillermo Cacace siguió hurgando en el mundo poético de Armando Discépolo y se aferró a otra de sus obras, Babilonia , para impregnarse de ese universo de inmigrantes y conventillo; pero esta vez sólo conservó el aroma, el espíritu de la obra ya que decidió correrse de toda literalidad. Sangra , la nueva propuesta que ocupa la sala Apacheta, está inspirada en la obra de Discépolo -sin dudas-, pero Cacace la trae en el tiempo e invierte los movimientos migratorios. Esta vez son latinos los que ven en Barcelona la esperanza de una vida nueva.

Allí están una joven pareja de argentinos, Luly y el Lobo; Marina, una ecuatoriana que intenta enviarles dinero a los hijos pequeños que dejó en su país; y el Nene, otro argentino buscavidas (en ellos Cacace pone una mirada oscura sobre la "argentinidad"). Ellos trabajan en la cocina de la casa de los ricos y abandónicos padres de una adolescente que cumple años. La fiesta que la joven organiza sirve de espejo para conocer las relaciones entre esos empleados que ven en el otro una amenaza, alguien que se puede quedar con lo poco que tienen.

Cacace pone en primer plano el cuerpo de sus actores para mostrar el miedo, la beligerancia y el recelo. La lucha por la supervivencia transforma a sus personajes y les otorga cierta animalidad. El peligro está latente, no sólo por la presencia del otro -al que no se entiende- sino por el contexto que los rodea. Los objetos también amenazan: una batidora; un cable, agua que cae cerca; una estufa a gas; el fuego. La fragilidad es una constante en ese presente grotesco, patético y sórdido del que parece no haber salida. Aquí se reconoce la mano del director; Cacace lleva adelante un trabajo minucioso en el que nada está puesto al azar. De hecho, acerca la escena al espectador, tanto que sería fácil tocar a los actores; y esa cercanía vuelve más fuerte lo que allí sucede y como si fuese una lente gran angular deforma esa realidad. Salvo por el tono declamativo de una de las actrices, el grupo se presta al juego sin coraza.

Verónica Pagés
Fuente: La Nación

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