sábado, 12 de septiembre de 2009

La poetisa maldita

Alejandra Pizarnik apareció muerta el 25 de septiembre de 1972, en su departamento. Su obra, tan extrema como su vida y su muerte, instauró una literatura femenina de vanguardia. En este aniversario de su fallecimiento, invitamos a explorar su laberíntico universo.

Virginia Beccaria

Ni siquiera su nombre le venía bien. La nena judía que nació pataleando era más hija de Rimbaud que de sus padres. “Flora” era demasiado dulce para ella y descartó su nombre como su vida. Se rebautizó Alejandra y, a partir de entonces, se transformó en su propio magma. Nació el 29 de abril de 1936, en Avellaneda, Buenos Aires, sus padres habían llegado a la Argentina dos años antes, huyendo de los nazis que exterminaron prácticamente a todo el resto de la familia. Alejandra tenía una hermana veinte meses mayor que ella, Myriam, a quien luego cedería los derechos de su obra.

ue fragmentaria y brillante desde el principio. Publicó su primer libro de poemas La tierra más ajena (1955) a los 19 años. Haciendo bandera de esa pubertad de la que no se desprendería nunca, lo encabezó con una frase de Rimbaud: “¡Ah! El infinito egoísmo de la adolescencia...”. Hacía un año que estudiaba letras y luego estudiará un poco de pintura. En 1956 publicó su segundo poemario, La última inocencia, dedicado a su psicoanalista.

Vivió en París y en la Argentina sin ser nunca de ninguno de los dos destinos. En París -1960 a 1964-, trabajó para Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura , integró el comité de colaboradores extranjeros de Les Lettres Nouvelles, estudió en la Sorbona. Se sabe que sufrió dificultades económicas y brotes de depresión que se le repetían con asiduidad.

Allí se vinculó con escritores de todas partes del mundo, y entabló con Cortázar y su mujer, Aurora Bernárdez, una entrañable amistad. Fue un período de gran producción literaria, escribió sus más reconocidos poemas y comenzó a colaborar en importantes revistas francesas. A su regreso, publicó Los trabajos y las noches (1965), ganador del Primer Premio Municipal y el Premio Fondo Nacional de las Artes. La condesa sangrienta, (recogido en volumen en 1971), Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971), completan su obra publicada en vida.

Alejandra nunca conoció las fronteras. La vida y la muerte, la locura y la cordura, lo público y lo privado, eran lo mismo en ella. Escribía para no matarse, decía, pero al mismo tiempo tenía una vida social intensa. El fantasma de Baudelaire la llevaba de copas, amanecía nublada por la humareda de sus cigarrillos en las mesas de los bares porteños y parisinos, y por último, en su habitación de interna.

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Si bien su obra cobró mayor visibilidad con muerte prematura y trágica, fue reconocida durante su vida, e incluso obtuvo las becas Guggenheim y Fulbright. Durante los últimos dos años, incursionó en una escritura más ligada al grotesco. Pasó los cinco meses finales en una clínica psiquiátrica, donde acabó por vivir de noche, fumando, escribiendo, y tomando psicotrópicos. Murió el 25 de septiembre de 1972, durante un fin de semana en su departamento, de una sobredosis. Fue noctámbula, fructífera e impredecible como el inconsciente.

Fuente: revistaalrededores

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